Debo confesar que hasta hace muy pocos años fui consciente del miedo que toda mi vida ha habitado en mí, solo por el hecho de ser mujer. A simple vista puede parecer una especie de miedo simple, como una pequeñísima piedrita en el zapato con la que me acostumbre a caminar cada día de mi cotidianidad. Pero en realidad el asunto es mucho más profundo, este miedo con el que se crece, con el que nos enseñaron a vivir, este miedo con el que se vive de manera innata solo por el hecho de ser mujer, en realidad no debería habitar en la mente de ninguna mujer. Sentir que somos vulnerables solo por el hecho de ser mujeres y que debemos vivir bajo una lista larga de hábitos que debemos adoptar para estar “un poco más protegidas” es algo absurdo: No salir sola a cierta hora, no quedarte sola sin tus amigas de confianza en una fiesta, no ponerte esa falda porque terminas siendo víctima de mil vulgaridades en las calles de la ciudad, temer a subirte en ese taxi sola, recibir mil comenta
"Hemos muerto tantas veces, nos hemos asesinado de tantas maneras, hemos destrozado tanto y a tantos que los demás seres del planeta solo acuden a mirarnos en nuestros resguardos con dolor y lastima porque ellos también quisieran que fuéramos mejores, que abrazáramos sus corazones y entendiéramos que valen tanto o más que nosotros" Nos enfrentamos lentamente a la codicia y a la zozobra que se esconde tras las habitaciones cerradas y las puertas de las casas selladas y el miedo presume de nuestra ambición. Nuestras palabras son tragadas por el viento que cada rama del bosque ayudo a purificar y nos hundimos bajo el cemento de nuestros hogares con la esperanza hundida en predicciones mentirosas y sobre valoraciones de nuestra capacidad de ser mejores. Porque quisiéramos ser algo mejor, quisiéramos que nuestra fe desbordara nuestra capacidad de destruir, pero solo somos rufianes que le temen al cambio y al amor, somos como animales de un planeta desconocido que mir